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Cuando llama la conciencia

 

 

 

Todo empezó en un cuartel próximo a Barcelona, a mediados de los setenta. Estaba un día tumbado en mi camastro leyendo un libro de poesía cuando el sargento Silva apareció repentinamente a mi vera. Intenté incorporarme y responder con el saludo de rigor, pero él me atajó mi gesto y me preguntó muy serio si me gustaba la poesía. “Un poco”, le respondí, acordándome de un compañero que durante unas maniobras había sido tratado de marichica por el simple hecho de hacer unas fotos del paisaje. “Pues a mí es lo que más me gusta”, dijo entonces el sargento Silva. No había salido de mi sorpresa cuando recibí la invitación de acudir a su oficina para “charlar y recitar unos versos”.

Él me habló entonces de su escuela en un pequeño pueblo de Jaén, y de un maestro enamorado de la cultura, el teatro y la poesía. “Conservo este regalo suyo como oro en paño”, añadió al final, abriendo el cajón de su escritorio y sacando una antología de literatura que, si la memoria no me falla, se titulaba Las mil mejores poesías de la lengua española. Naturalmente, el ejemplar estaba dedicado: “Para José Manuel Silva, mi mejor alumno”.

El sargento insistió en que me llevara el libro. “Usted lo lee y luego me lo devuelve”, me dijo. Yo asentí con fuerza: claro que sí, cómo no, el libro volvería a estar en el cajón de su escritorio en una semana. Pero el libro jamás volvió a su lugar de origen.

 

Unos veinte años más tarde, en 1994, el conductor de taxi que me había recogido en el aeropuerto me preguntó por el motivo de mi viaje a Barcelona. ¿Iba a la feria del libro? ¿Era escritor? Ante mi respuesta afirmativa, él me comentó: “A mí no me gusta leer. En cambio a mi padre le encanta. Nunca se va a la cama sin su libro de poesía”. Le pregunté sobre la profesión de su padre: ¿oficinista?, ¿taxista como él? “No, mi padre es militar. Lo que se llama un sargento chusquero. Pero es un hombre muy especial”.

Supe inmediatamente que me encontraba ante el hijo del hombre al que yo había dejado sin su recuerdo más querido, el libro de las mil poesías regalado por su maestro de escuela. El azar- es decir, el cielo- ponía en mi mano la oportunidad de lavar el pecado cometido y redimirme. Dispuesto a ello, intenté recordar dónde lo había dejado, en qué estantería de mi casa se encontraba. Pero veinte años dan para muchos traslados, muchos cambios de piso y de ciudad, y no me atreví a dar el paso: no desvelé el secreto, no pedí la dirección de su familia, no prometí devolver lo que no era mío. “Me gustaría dedicarle a su padre este libro que acabo de publicar”, le dije al final del trayecto. “¿Qué nombre pongo?”, añadí al ver que la idea le agradaba. “Ponga José Manuel Silva”, dijo él, y las poquísimas dudas que me quedaban se esfumaron. Firmé el libro, le estreché la mano y bajé.

El taxi se perdió” calle arriba llevándose con él mi segunda oportunidad. La conciencia había vuelto a llamarme, pero sin éxito.

 

                                                        Bernardo Atxaga, El País Semanal, diciembre de 1998




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