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El Gran Tablero de la vida


 

Hace mucho tiempo, cuando aún éramos jóvenes y verdes, un hombre de bigote y gorra a cuadros llegó a la escuela primaria donde estudiábamos y con gesto muy serio nos anunció que venía a hacernos la primera foto colectiva de nuestra vida. Le escuchamos entre risas, porque su aspecto nos hacía mucha gracia, sobre todo lo que la gorra, y también porque nunca hasta entonces habíamos oído la expresión foto colectiva; luego,  pisando charcos y lanzando nuestras carteras al aire, seguimos a la maestra hasta los soportales de la iglesia.

Hubo pellizcos, tirones de pelo y otros incidentes mientras nos adecentaban, pero, al final, tras colocarnos en unas escaleras de piedra, todos los niños y niñas del pueblo que en aquella época teníamos alrededor de nueve años quedamos a retratados; unidos para siempre los que, como viajeros con distintos destinos, entraríamos poco después en la corriente de la vida y nos separaríamos por completo.

Una semana después el fajo de fotografías estaba ya en la escuela, y todos queríamos ver cómo habíamos salido. Allí estábamos, serias las niñas pequeñas y más serios aún los chicos no tan pequeños, con una gravedad digna de estatuas romanas. La maestra repartió las copias del fajo, y nos aconsejó que las conserváramos. Que más adelante, cuando tuviéramos su edad, por ejemplo, nos alegraríamos mucho de poder echar un vistazo a una foto como aquélla. Y nosotros, como buenos alumnos, la guardamos; y, nada más guardarla, nos olvidamos de ella. Porque, como ya se ha dicho, en aquella época éramos jóvenes y verdes, y no sentíamos ninguna preocupación por el pasado.

Pasaron inviernos y veranos, y como quienes toman parte en el juego de la oca, nos fuimos alejando de nuestra casilla inicial: avanzando ligeramente, unas veces, saltando de oca en oca; desviándonos, otras veces, de los paisajes luminosos, cayendo en cárceles o en infiernos. Llegó así el día en que nos levantamos de la cama y comprobamos en el espejo que ya no teníamos nueve años, sino veinte o veinte cinco más; que, aun siendo todavía jóvenes, ya no éramos verdes. Y según había predicho la maestra, nos acordamos de aquella primera foto colectiva de nuestra vida.

La sacábamos de vez en cuando de entre los viejos cuadernos, y le rogábamos que nos revelara el sentido de la existencia. Y el retrato hablaba, por ejemplo, de dolor, y nos pedía que nos fijáramos en aquellas dos hermanas, Ana y María, detenidas para siempre en la casilla número doce del Gran Tablero; o que pensáramos, si no, en el destino de Jose Arregui, aquel compañero nuestro que, de ser un niño sonriente en medio de la escalera de piedra, había pasado a ser un hombre torturado, y luego muerto, en una comisaría.

Pero no siempre habia tristeza en las respuestas de la foto. Generalmente, se limitaba a subrayar el viejo dicho de que vivir es mudar, y nos hacía sonreír con las paradojas que resultaban esa mudanza. Manuel, nuestro mejor guerrero a la hora de luchar contra las chicas de la escuela secundaria, había acabado por casarse con una de ellas, y tenía fama de marido sumiso. Martín y Pedro María, dos hermanos que jamás asistían a las clases de catecismo, se habían hecho misioneros, y vivian los dos de África.

 

                                                                                                                                                                            

                                                                                                                                                                                 Bernardo Atxaga, obabakoak, 1989




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