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Ella no se va de aquí



 

Durante la dictadura de Franco, en el ayuntamintode A Coruña, trabajan el narrador y el señor Silvari. A los dos les fascinaba un cuadro titulado Retrato de Simone Nafleux.

 

Recuerdo que en aquel momento había pensado que era un milagro que ella continuara allí. Que sobreviviera a los dictados y a las censuras. Todavía hacía poco tiempo que la policía había retirado una pequeña reproducción de La maja desnuda de Goya de una librería, por considerarla un atentado a la moral. Estaba vigente una circular gubernativa sobre las medidas del traje de baño en las playas y la obligación de vestir albornoz, y jamás tumbarse, fuera del agua. Y, sin embargo, ella seguía allí, tal vez invisible por su cegadora desnudez.

- ¡ Vea usted! Hay una orden de retirar el cuadro- dijo en esta ocasión Silvari, entre el pesar y la indignación.

- ¿ Por Qué ahora?- pregunté.

- Porque va a venir de visita el nuevo arzobispo de Santiago.

La miramos con demora. Más que un desnudo era un manantial de luz. Podías sentir el germinar vegetal en la cueva de los ojos.

Pero Silvari no estaba para melancolías sino furioso.

- ¡ Vamos a joderlos! ¡ Ella no se va de aquí!

El jefe del Protocolo tenía una expresión desconocida para mí. Vi en sus ojos un eléctrico arrebato de rebeldía. Lo que había a mi lado era un hombre valiente que transmitía la confianza.

- Si la dejamos ir, quizás no la volveremos a ver nunca.

- ¿ Y qué podemos hacer nosotros, señor Silvari?

Nos llevó mucho trabaja.[…] Lo que hicimos fue colocar una fina rejilla de madera que cubrií la pared. Y el cuadro. Después, el señor Silvari llamó a una floristería e hizo un pedido de urgencia. Muchas camelia, todas las camelias blancas y rojas que pudiesen traer. Con ella recubrimos el enrejado hasta componer una espléndida alfombra natural que ocultaba totalmente a la mujer desnuda.

- ¿ Y después? ¿ Qué pasará después? – pregunté con mi otro ser miedoso.

- ¿ Después ¿ ¡ Después ya veremos! – respondió Silvari, frotándose las manos y valorando la obra muy satisfecho.

El de la gran recepción fue un día que amaneció gris y se encaminó hacia peor, con una lluvia sucia, como caída de una sentina, que desordenaba la plaza.

Cuando por fin llegó la comitiva motorizada, Silvari se apresuró con un paraguas y abrió la puerta del automóvil para que descendiese el arzobispo. […] cuando el arzobispo, autoridades y fuerzas vivas locales entraron en el Salón Dorado, mi corazón latía como un reloj enloquecido. Sin escape. En la recepción, mientras se esperaba por el vino de honor, busqué a Silvari con la mirada. Estaba, contra su ser natural, muy serio y pálido, aparentando que escuchaba a un animado interlocutor, pero los ojos oscilaban vigilantes. Supe que esperaba, como yo, la llegada inevitable de la fatalidad. Y 2sta se presentó vestida de camarero. Nada más entrar él, el camarero, en la sala, pude ver en su bandeja nuestras dos cabezas. Una corriente de aire cerró de golpe la puerta con tal fuerza que el temblor desmoronó la gran alfombra florida.

Allí estaba, en el centro de la pared, desnuda y espléndida como una disa de carne y hueso, Simona Nafleux.

Debería decir que se hizo el silencio más absoluto, pero yo escuchaba, con un estruendo nuca antes oído, todas las maquinarias de la Sala de Relojes.

El arzobispo se volvió hacia la mujer desnuda. Algo de púrpura le pasó a las mejillas. Al parecer, había nacido en la cuna del vino del país, por la ribera del Miño. Sus facciones, todo su cuerpo, eran de una cierta e inconfundible arquitectura campesina, al contrario de la siniestra flaccidez de su sarónico predecesor. Dio unos pasos adelante, como si fuese a certificar la autencidad de un milagro. Después, se quedó quieto, hechizado. Yo sabía lo que él sentía. La inmensidad de aquel momento. Y entonces se dirigió al alcalde con les brazos abiertos en interrogación.

- Pero ¿ por qué tenían tapada esta gracia de Dios?

 

Manuel Rivas, Las llamadas perdidas, 2002

 

 

 




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