Un terrorista sentimental
A media tarde llegó a la basílica del
Valle de los Caídos. Cuando el terrorista penetró en la basílica fue acogido en
seguida por una sensación de frescor perfumada de incienso, y de momento no se
dio cuenta de que estaba sonando el órgano. Venía obsesionado con la dinamita e
izaba los ojos por las paredes ascéticas buscando urnas de soldados victoriosos
y muertos. Después se acercó a la tumba del dictador. Contempló la corona de
flores que cubría la losa. Allí dentro, la encarnación del mal esperaba el
juicio de la historia. En este instante el terrorista se había convertido en el
brazo vengador. Cuando iba a depositar, como obsequio, la caja de puros, cebada
con dinamita, bajo la guirnalda de mirto, ante de que le diera media vuelta a
la llave para marcar el plazo al reloj, se sintió inundado de pronto por el
acorde de Juan Sebastián Bach.
Algo se
estremeció en sus costillas. La música del órgano alcanzó repentinamente una
belleza increíble, los compases de la fuga se perseguían en el aire como
libélulas de oro, los quiebros sincopados habían comenzado a extraer destellos
de la penumbra faraónica. Un arpegio de ángeles caía en cascada sobre su
cogote. No había nada que hacer. Al terrorista le gustaba demasiado Bach.
Aquella música
estaba a punto de hacerle saltar las lágrimas, porque le recordaba los tiempos
de su infancia en la escolanía.
Era la cuarta vez que le pasaba lo mismo. En
su primera salida de terrorista tenía que colocar una bomba en la central de un
banco, pero en el salón de ese banco había una exposición de pintura de Solana.
El joven amaba mucho a Solana y tuvo que desistir. Después se le encargó que
dejara un paquete de plástico en la entrada de la Caja de Ahorros y dio la
casualidad de que la portada del edificio era de Churriguera.
Tampoco lo pudo soportar. Finalmente viajó a valencia para atentar contra el transbordador de Ibiza, pero en
el malecón del puerto había jóvenes con guitarras tocando cosas de los Beatles, esperando embarcar. También en esa ocasión fue
demasiado débil. Ahora el terrorista volvía a Madrid en el autobús de turistas
y se mordía los puños llorando en silencio mientras una abuelita de Ohio le
sonreía dulcemente. Había arrancado los cables de la caja de puros, había
tirado el bártulo en una cuneta y llevaba la cabeza penetrada por aquella
sonata de Bach. Ésta es la historia real de un terrorista sin facultades.
Manuel Vicent, Crónicas
urbanas, 1983
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