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¡Vaya pareja!

 

Él es un hombre muy bueno. Es decir, no me pega, no se gasta nuestros sueldos en el juego, no apedrea a los gatos callejeros. Por lo demás, es de un egoísmo insoportable. Viene de la oficina y se tumba en el sofá

delante de la tele. Yo también vengo de mi oficina, pero llego a casa dos horas más tarde y cargada como una mula con la compra del hiper. Que me ayudes le digo. Que ahora voy, responde. Nunca dice que no

directamente. Pero yo termino de subir todas las bolsas y él no ha meneado aún el culo del asiento. Voy al la sala, le grito, le insulto, manoteo en el aire, me rompo una uña. Él ni se inmuta. Entonces me siento en

 una silla de la cocina y me pongo a llorar. Al ratito aparece él, en calcetines. “ ¿ Qué hay de cena?”, pregunta con su voz más inocente. Hago acopio de aire para soltarle una parrafada venenosa, pero él me

intercepta con una habilidad nacida de años de práctica: “ Ya sé, te voy a preparar una ensalada que te vas a chupar los dedos”, exclama con cara de pillín. Esa ensalada de aguacates y nueces y manzana que

 tanto le gusta. Así que yo me amanso porque soy idiota y, aunque refunfuñando, le ayudo a sacar los platos, la fruta, los cuchillos, y lo ato a la espalda el delantal mientras él mantiene los brazos pomposamente

estirados ante sé como si fuera un cirujano a punto de realizar una operación magistral a corazón abierto.

Entonces él empieza a pelar los aguacates y yo, por hacer algo, lavo y corto la lechuga, pico la cebolla, casco y parto las nueces, convierto dos manzanas en pequeños cubitos. Le miro por el rabillo del ojo y sigue

él pelando. De modo que saco las patatas, las mondo, las lavo, las corto finitas, que es como a él le gustan; cojo la sartén, echo el aceite, enciendo el fuego, frío primero las patatas bien doradas y luego hago

también un par de huevos. El aceite chisporrotea y salta, y, como no tengo puesto el delantal, me mancho de grasa la pechera de la blusa. Le miro: él continúa impertérrito, manipulando morosamente su aguacate.

Tan torpe, tan lento y tan inútil que más que cortar el fruto se diría que está haciéndole una meticulosa autopsia. “ No sirves para nada” le gruño. Y él me mira con cara de dignidad ofendida. “ ¡Y encima no me

mires así ¡”, chillo exasperada. Él frunce el ceño y se desanuda el delantal con parsimonia.

Después se va a la sala y se deja caer en el sofá, frente al televisor, mientras se chupa el pringoso verdín que el aguacate ha dejado en sus dedos. Yo sé que ahora pondré la mesa como todas las noches y

cenaremos sin decirnos nada.

 

                                                                                                                                                                                                                        Rosa Montero, Amantes y enemigos,1998

 




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