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Volveremos




Al caer la oscuridad decidieron acampar para pasar la noche, porque no se podía avanzar sin luz en aquel dédalo de cerros, de laderas escarpadas, de tremendos despeñaderos y honduras insondables. No se atrevieron a encender una fogata, temiendo que hubiera patrullas de vigilancia en las cercanías de la frontera. El guía compartió con ellos la carne salada y seca, la galleta dura y el aguardiente de sus alforjas. Se abrigaron lo mejor posible con los pesados ponchos y se acurrucaron entre los animales, abrazados como tres hermanos, pero de todos modos el frío se les introdujo en los huesos y en el alma. Toda la noche temblaron bajo un cielo de luto, de ceniza, de negro hielo, rodeados de susurros, de suaves silbidos, de las infinitas voces del bosque.

Por fin amaneció. Avanzó la aurora como una flor de fuego y retrocedió lentamente la oscuridad. El cielo se aclaró y la abrumadora belleza del paisaje surgió ante sus ojos como un mundo recién nacido. Se pusieron de pie, sacudieron la escarcha de sus mantas, movieron los miembros entumecidos y bebieron el resto del aguardiente para volver a la vida.

- Allí está la frontera- dijo el guía señalando un punto en la distancia.

- Entonces aquí nos separamos- decidió Francisco. Al otro lado habrá amigos esperándonos.

- Deberán pasar a pie. Sigan las marcas de los árboles y no podrán perderse, es un camino seguro. Buena suerte, compañeros...

Se despidieron con un abrazo. El baqueano se volvió con las bestias y los jóvenes echaron a andar hacia la línea invisible que dividía esa inmensa cadena de montañas y volcanes. Se sentían pequeños, solos y vulnerables, dos navegantes desolados en un mar de cimas y nubes, en un silencio lunar; pero también sentían que su amor había adquirido una nueva y formidable dimensión y sería su única fuente de fortaleza en el exilio.

En la luz dorada del amanecer se detuvieron para ver su tierra por última vez.

- ¿Volveremos?- murmuró Irene.

- Volveremos - el replicó Francisco.

Y en los años que siguieron, esa palabra señalaría sus destinos: volveremos, volveremos...

 

 

Isabel Allende, De amor y de sombra, 1984




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