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Cuando abras esta carta…
Cuando abras esta carta (es lo convenido) ya
estarás sentada en tu tren. Qué envidia, con qué gusto lo dejaría todo – mis
tareas, mi nombre, mi propia vida – para volar a tu lado. Y qué bien lo ibas a
pasar. No quiero parecer un presuntuoso, pero estoy seguro de que nadie podría
hacerte en el mundo tan feliz como yo.
Cómo te cuidaría durante todas las horas de ese
largo viaje a través de la noche.
Con qué jubilo te ayudaría a buscar un asiento
junto a la ventanilla, colocaría la bolsa con tu ropa en el portamaletas, y a
su lado el chaquetón de piel, pondría enseguida en tu regazo los libros que
habríamos de leer con las cabezas pegadas sobre las páginas , como esos frutos
que cuelgan unidos en la misma rama.
Qué pendiente estaría de ayudarte a encontrar la
postura más cómoda, de protegerte del frío, de ir a por la botella de agua
mineral cuando tuvieras sed…
Cuánto me acuerdo de ti. Cómo siento, cuando te
has ido, esa falta terrible. Qué doloroso me parece caminar por las calles de
la ciudad abandonada. Basta que tú no estés para que todo me resulte en ella
extraño e indiferente como si el peso de la historia, las mil promesas de la
civilización hubieran desaparecido al tiempo que lo hacías tú. Que yo no me
acordara de nada, que no supiera nada, que ni siquiera pudiera ver, que fuera
un cieguito ( bueno, para todo menos para verte a ti),
y que me tuvieras que llevar del brazo, avisándome de los peligros, evitando
con tus palabras que me pusiera nervioso. Como el otro día en el cine, agarrado
a tu mano, entre el tiempo que fluía lenta en interminablemente como la arena
de los relojes, sin que nadie llevara la cuenta. Cuántas veces he pensado en
esa humilde felicidad, la de estar sentado junto a ti con la pantalla iluminada
ante nuestros ojos, como si viajáramos alrededor del mundo, como si nos
hubiéramos dormido a la vez y compartiéramos el mismo sueño.
Gustavo
Martín Garzo, Los cuadernos del
naturalista, 1997
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