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Cumpleaños feliz El narrador tiene unos 25 años. Ese día, cerca ya
de la hora de comer, mi padre entró en mi habitación, abrió las dos ventanas de
par en par y, sentándose en el borde de la cama, interrumpió de este modo mis
dulces sueños: - Hijo mío, no es
mi deseo amargarte el día de tu cumpleaños, pero por el bien de todos debes
prestar atención a lo que te voy a decir. En el día de hoy entras en tu segunda
juventud, probablemente la más decisiva de las edades del hombre: de ella
depende la felicidad de la madurez, de la que es semilla y abono indispensable. Has nacido en el
seno de una familia comprensiva y liberal que te ha dado una educación
esmerada: has ido a un buen colegio y a la universidad y has salido airoso de
ambas experiencias; has viajado, has visto mundo, y no sé pero supongo que en
tu periplo habrás frecuentado otras escuelas además de las académicas, donde
seguramente habrás aprendido lecciones vedadas a la discreción y a la prudencia
de los maestros. No creo insultarte si digo que has llevado una vida regalada:
soy el primero que ha procurado inculcar en tu pensamiento la idea de que la
vida es un regalo, y de que no hay vicio más detestable que la ingratitud.
Pero, aunque nada tengo que reprocharte, confieso a fin de cuentas que esperaba
algo más de ti que ese natural agradecimiento. Esperaba ver salir de ti un
gesto, un impulso, una ocasión de retribuir, con otro regalo, os favores
recibidos...Todo eso esperaba, ya ves, y sin embargo lo único que hasta ahora
he podido presenciar es cómo te limitas a dar las gracias. Te repito, hijo
mío, que no debes entender eso como un reproche. Pero hay que cuidar que lo que
te puedes permitir hoy no se vuelva mañana contra ti. En vista de todo ello he
decidido que te pongas a trabajar. Había pensado llevarte conmigo a la fábrica
de cartones, pero los efectos que podrían derivarse de nuestra mutua influencia
desaconsejan vivamente esta medida; así que he hablado con tu tío Adolfo para
que te busque un puesto a la Gaceta del Teatro, donde te espera el próximo
lunes por la mañana. Y ahora,
levántate, que ya es hora de comer y te espera tu pastel de cumpleaños.” Los párpados aún
me pesaban y me sentía la voz ronca y pastosa, pero aun así sé que llegué a
suplicar: - ¡No! ¡Por favor!
¡La gaceta no! Pero todo fue
inútil. Mi padre era incapaz de asestar una puñalada sin hacerlo con filosofía;
pero, una vez asestada, no había filosofía que pudiera hacerle dar marcha
atrás. Luis Magrinyà,
Los dos Luises,
2000 |
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