|
![]() |
![]() |
|
|
|
|
Descuartizador de aguacates Me he casado con un descuartizador de aguacates… Él es un hombre muy bueno. Es decir,
no me pega, no se gasta nuestros sueldos en el juego, no apedrea a los gatos
callejeros. Por lo demás, es de un egoísmo insoportable. Viene de la oficina y se
tumba en el sofá delante de la tele. Yo también vengo de mi oficina, pero llego
a casa dos horas más tarde y cargada como una mula con la compra del hiper. Que me ayudes le digo. Que ahora voy, responde.
Nunca dice que no directamente. Pero yo termino de subir todas las bolsas y él
no ha meneado aún el culo del asiento. Voy al la sala, le grito, le insulto,
manoteo en el aire, me rompo una uña. Él ni se inmuta. Entonces me siento en
una silla de la cocina y me pongo a llorar. Al ratito aparece él, en
calcetines. “ ¿ Qué hay de cena?”, pregunta con su voz
más inocente. Hago acopio de aire para soltarle una parrafada venenosa, pero él
me intercepta con una habilidad nacida de años de práctica: “
Ya sé, te voy a preparar una ensalada que te vas a chupar los dedos”,
exclama con cara de pillín. Esa ensalada de aguacates y nueces y manzana que
tanto le gusta. Así que yo me amanso porque soy idiota y, aunque refunfuñando,
le ayudo a sacar los platos, la fruta, los cuchillos, y lo ato a la espalda el
delantal mientras él mantiene los brazos pomposamente estirados ante sé como si
fuera un cirujano a punto de realizar una operación magistral a corazón
abierto. Entonces él empieza a pelar
los aguacates y yo, por hacer algo, lavo y corto la lechuga, pico la cebolla,
casco y parto las nueces, convierto dos manzanas en pequeños cubitos. Le miro
por el rabillo del ojo y sigue él pelando. e modo que saco las patatas, las
mondo, las lavo, las corto finitas, que es como a él le gustan; cojo la sartén,
echo el aceite, enciendo el fuego, frío primero las patatas bien doradas y
luego hago también un par de huevos. El aceite chisporrotea y salta, y, como no
tengo puesto el delantal, me mancho de grasa la pechera de la blusa. Le miro:
él continúa impertérrito, manipulando morosamente su aguacate. Tan torpe, tan
lento y tan inútil que más que cortar el fruto se diría que está haciéndole una
meticulosa autopsia. “ No sirves para nada” le gruño.
Y él me mira con cara de dignidad ofendida. “ ¡Y
encima no me mires así ¡”, chillo exasperada. Él frunce el ceño y se desanuda
el delantal con parsimonia. Después se va a la sala y se deja caer en el sofá,
frente al televisor, mientras se chupa el pringoso verdín que el aguacate ha
dejado en sus dedos; yo sé que ahora pondré la mesa como todas las noches y
cenaremos sin decirnos nada. Rosa Montero, Amantes y enemigos,
1998 |