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El Abuelo Como era el principio de las vacaciones había mucho
movimiento en la gasolinera, de modo que Mariano tardó en darse cuenta. Luego
lo vio ahí, de pie junto a la puerta de
los lavabos. Era un viejo alto y delgado, pulcramente vestido. Llenó Mariano
los depósitos de unos cuantos coches y el viejo seguía ahí, tieso como una
estaca aunque le estaba cayendo un sol africano. Mariano se enjugó las manos
con un trapo y se acercó a él: - ¿Desea usted algo? El viejo le miró y pestañeó con aire confundido. Tenía
la frente cubierta de gotitas de sudor y la calva congestionada y con manchones
rojos. Sonrió. - Quiero una coca-cola. Acabáramos, se dijo Mariano, si no le llego a
preguntar, se nos derrite. Abrió el arcón congelador, saco un bote de cola y se lo dio. - Son 125 pesetas. - ¿Y la pajita? - preguntó el anciano, frunciendo
reprobadoramente el ceño. - Aquí no tenemos pajitas -resopló Mariano mientras
miraba las filas de acalorados automovilistas que esperaban para repostar-. ─
Son 125 pesetas. - Yo no tomo coca-cola
sin pajita - explicó el viejo con educada firmeza. - Mire, a mí me dan lo mismo sus costumbres- gruñó Mariano,
que era un hombre más bien brusco. - Usted ha abierto el bote y me lo tiene que
pagar: 125 pesetas. El anciano se irguió, digno como un duque. Le sacaba
por lo menos media cabeza a Mariano, pero era todo puro pellejo y huesos, una
menudencia casi transparente. - No llevo dinero encima. Tendrá que esperar usted a
que vuelva mi hijo. - ¿Su hijo? ¿Y a dónde se ha marchado su hijo? El viejo parpadeó; extendió el brazo y señaló
alrededor, con un vago ademán en el que cabía con holgura la inmensidad del
mundo. Mariano miró en torno suyo: el páramo en el que estaba instalada la
gasolinera refulgía bajo un sol infernal.
Tierras desérticas y sucias, sembradas de latas y papeles. Mariano resopló
haciendo acopio de paciencia y regresó a los surtidores. Se pasó un buen rato
llenando depósitos y el viejo seguía ahí, con toda la solanera en la cabeza,
aferrado como un poseso a su lata de cola.
Y entonces, de pronto, Mariano comprendió. No era un hombre inteligente; sobre
todo, no era un hombre de pensamiento rápido. Pero al fin comprendió. Se puso
tan nervioso que derramó parte del combustible por el suelo y dejó un automóvil
a medio servir. Corrió hacia el anciano: -¿Cómo es su hijo? El viejo dio un respingo y le miró con cara de
susto. -¿Y cómo es el coche? Porque venían ustedes en
coche, ¿no? - insistió angustiado. Y entonces a trompicones, el anciano confirmó sus
sospechas. Sí, el coche era rojo; sí, iba con el nieto y con la nuera. Sí, él
había entrado a los retretes y... Mariano se pasó la manaza por la cara. Que le
tuviera que ocurrir a él. A finales de julio. Con el trabajo que había. Con el
calor que hacía. Y tener que hacerse cargo de un viejo chocho. Le miró con
inquina por el rabillo del ojo. Ahí estaba, sudoroso y purpúreo, achicharrado.
Ahora, sólo faltaba que el anciano la palmara de una insolación. Mariano rugió
bajito, limpió con un trapo la banqueta y la puso en la sombra, pegada a la
pared de la oficina. - Venga. Siéntese ahí - gruñó. El viejo obedeció dócilmente y se dejó caer en la
banqueta con un suspiro de alivio. Se mantenía muy serio y erguido, sujetando
con toda majestad su coca-cola
intacta. Mariano mandó al chico que telefoneara a la Guardia Civil para que
vinieran a recogerle. Rosa Montero, El País,
29/07/1990 |
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