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La trenza sacrificada - No eres capaz de cortártela para mí - dijo,
brillándole los ojos. Yo no había soñado siquiera una felicidad mayor que
la de que él me pidiera algo. La magnitud del sacrificio era tan grande, sin
embargo, que me estremecía. Mi cabello, cuando yo tenía dieciséis años, era mi
única belleza. Aún llevaba una trenza suelta, una única, gordísima trenza que
me resbalaba sobre el pecho hasta la cintura. Era mi orgullo. Román la miraba
día tras día con su sonrisa inalterable. Alguna vez me hizo llorar esa mirada. Por fin no la pude resistir más y después de una
noche de insomnio, casi con los ojos cerrados, la corté. Tan espesa era aquella
mata de cabello y tanto me temblaban las manos que tardé mucho tiempo.
Instintivamente me apretaba el cuello como si un mal verdugo tratará torpemente
de cercenarlo. Al día siguiente, al mirarme al espejo, me eché a
llorar. ¡Ah que estúpida es la juventud!... Al mismo tiempo un orgullo humildísimo me corroía
enteramente. Sabía que nadie hubiera sido capaz de hacer lo mismo. Nadie quería
a Román como yo... le envié mi trenza con la misma ansiedad un poco febril, que
fríamente parece tan cursi, de la heroína de una novela romántica. No recibí ni
una línea suya en contestación. Carmen Laforet, Nada,
1944 |
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