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No necesitaba más
Santiago terminó
su primera clase a las once. En el pasillo encontró a tres profesores de su
departamento. Iban al bar, pero él no les acompañó.
Hizo lo que en cambio no solía hacer nunca, salir al campus,
andar. Tenía puestos sus vaqueros de
siempre, la camisa, algo vieja, comprada con Carlos y Marta en un viaje a Roma,
y una chaqueta nueva de lana con bolsillos. Se sentía cómodo en esa ropa y le
gustaba sentarse ahora en la hierba para fumar uno de sus diez cigarrillos diarios.
La vida no le
pesaba. Y se dijo que estaba consiguiéndolo. Aunque no supiera explicar bien
cómo, ni tal vez repetirlo en parecidas circunstancias, sin duda lo estaba
consiguiendo. La voz de su madre viuda, el silencio de su padre
muerto de improviso, la angustia económica, el bar de
la gasolinera y su hermana, y el marido de su hermana, no se habían evaporado.
Seguían allí. Murcia seguía allí, pero estaba a cinco horas en tren, que era como él solía ir a su pueblo: cinco horas le parecían una distancia
suficiente. La obligación de ir a Alguazas el día de Todos los Santos y también
en Navidad ya no le pesaba. Podía permitirse el lujo de ser generoso, soportar
la raya y la camisa y la corbata oscura. Ni siquiera le costaba mucho de acudir
al antiguo bar de su padre y dejar que su cuñado le
abrazara golpeándole la espalda, ni tampoco oír contar a su hermana cómo iban
los amoríos del pueblo o, a su madre, la última pelea familiar.
Ese mundo no era el suyo, él sólo lo visitaba[…]
Apagó el cigarrillo en la hierba, metió las manos
en los bolsillos de la chaqueta. Estaba bien: ser profesor de historia moderna
y contemporánea, vivir en el barrio de Chueca, donde pagaba un alquiler
bastante por debajo de sus posibilidades, ¿ para qué
necesitaba más?
Belén Gopegui,
La conquista del aire, 1998
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