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El Benefactor
de la Patria El teniente García Guerrero había oído hablar
desde niño, en su familia – sobre todo a su abuelo, el general Hermógenes García-, en la escuela y, más tarde, de cadete y
oficial, de la mirada de Trujillo. Una mirada que nadie podía resistir sin
bajar los ojos, intimidado, aniquilado, por la fuerza que irradiaban esas
pupilas perforantes, que parecía leer los pensamientos más secretos, los
deseos, y apetitos ocultos, que hacía sentirse desnudas a las gentes. El jefe
sería un gran estadista, cuya visión, voluntad y capacidad de trabajo había
hecho de la República Dominicana un gran país. Pero, no era Dios. Su mirada
sólo podía ser la de un mortal. Le bastó entrar al despacho, chocar los tacos y
anunciarse con la voz más marcial que pudo sacar de su garganta- “Teniente
segundo García Guerrero, ala orden, Excelencia!” –
para sentirse electrizado. “ Pase”, dijo la aguda voz
del hombre que, sentado en el otro extremo de la habitación, ante un escritorio
forrado de cuero rojo, escribía sin alzar la cabeza. El joven dio unos pasos y
permaneció firme, sin mover un músculo ni pensar, viendo los cabellos grises
alisados con esmero y el impecable atuendo- chaqueta azul, camisa blanca de
inmaculado cuello y puños almidonados,
corbata plateada sujeta con una perla – y sus manos, sujetando una hoja de
papel que la otra cubría con trazos rápidos, de tinta azul. - Una buena hoja de servicios, teniente- lo oyó
decir. - Muchas gracias, Excelencia. - Esa hoja de servicios tan buena no puede
mancharla casándose con la hermana de un comunista. En mi gobierno no se juntan
amigos e enemigos. Hablaba con suavidad, sin quitarle de encima
laminada taladrante. - El hermano de Luisa Gil es uno de esos
subversivos del 14 de junio. ¿ Lo sabía? - No excelencia. - Ahora lo sabe- se aclaró la garganta, y, sin
cambiar de tono, añadió: - Hay muchas mujeres en este país. Búsquese otra. - Sí, Excelencia. Lo vio hacer un signo de asentimiento, dando por
terminada la entrevista. - Permiso para retirarme Excelencia. Hizo sonar los tacos y saludó. Ó con paso marcial,
disimulando la zozobra que lo embargaba. Un militar obedecía las órdenes, sobre
todo si venían del Benefactor y Padre de la patria Nueva, quien había distraído
unos minutos de su tiempo para hablarle en persona. Si le había dado esa orden
a él, oficial privilegiado, era por su propio bien. Debía obedecer .Lo hizo
apretando los dientes. Su carta a Luisa Gil no tenía una sola palabra que no
fuera verdad: “ Con mucho pesar, y aunque por ello
sufran mis sentimientos, debo renunciar a mi amor por ti, y anunciarte
adolorido que no podemos casarnos. Me lo prohíbe la superioridad, en razón de
las actividades antitrujillistas de tu hermano, algo
que me habías ocultado. Entiendo por qué lo hiciste. Pero, por eso mismo, espero
que tu también entiendas la difícil decisión que me
veo obligado a tomar, en contra de mi voluntad; Aunque siempre te recordare con
amor, no volveremos a vernos. Te deseo suerte en la vida. No me guardes
rencor”. Mario Vargas Llosa, La Fiesta del Chivo, 2000 |