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El central
Desde luego, en el setenta yo también fui a parar
a una plantación cañera. Me enviaron a cortar caña y a que escribiera un libro
laudatorio sobre esta odisea y sobre la Zafra de los Diez Millones, al Central
Manuel Sanguily en Pinar del Río. El Central, en realidad, era una inmensa
unidad militar. Todos los que participaban en el corte de caña eran jóvenes
reclutas que, obligatoriamente, tenían que trabajar allí. Era una treta del
castrismo, convertir el Servicio Militar obligatorio en tiempo de paz en
trabajo forzado, que abastecía la agricultura con mano de obra. Abandonar
aquellas plantaciones podía representar, para cualquiera de aquellos jóvenes,
desde cinco hasta treinta años de cárcel.
La situación era, realmente, desesperante. No es posible,
para quien no lo haya vivido, comprender lo que significa estar a las doce del
día en un cañaveral cubano y vivir en un barracón como los esclavos.
Levantarse a las cuatro de la madrugada y coger
una mocha y una cantimplora con agua y partir en una carreta y trabajar allí
todo el día, bajo un sol restallante, dentro de aquellas hojas cortantes de los
cañaverales que producen una picazón insoportable. Entrar en uno de aquellos
sitios era entrar en el último círculo del Infierno. Estando allí, completamente
disfrazado de pies a cabeza, con mangas largas, guantes y sombrero- único modo
de entrar a aquellos sitios de fuego- comprendía por qué los indios preferían
el suicidio a seguir trabajando como esclavos; comprendía por qué tantos negros
se quitaban la vida asfixiándose. Ahora yo era el indio, yo era el negro
esclavo, pero no era yo solo; lo eran aquellos cientos de reclutas que estaban
a mi lado.
Muchos se daban un machetazo en una pierna, se
cortaban un dedo, hacían cualquier barbaridad con tal de no ir a aquel
cañaveral.
Había visto los juicios en que condenaban a veinte
o treinta años de cárcel a aquellos jóvenes por el solo hecho de que durante un
fin de semana habían ido a ver a su familia, a su madre, a su novia. Y ahora
eran juzgados por un consejo de guerra por el delito de deserción. La única
salida que les quedaba a aquellos jóvenes era aceptar el plan de
rehabilitación, es decir volver al cañaveral, ahora de manera indefinida, como
esclavo.
Y todo aquello sucedía en el país que se proclamaba
como el Primer Territorio Libre de América.
Reinaldo Arenas, Antes que anochezca, 1992
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